domingo, 25 de diciembre de 2016

EL MITIN
Estaba sentado, como todos los días, en la terraza de la taberna San Isidro
y entonces ocurrió. Se me acercó un patrulla de milicianos y uno de ellos
me pidió la documentación: “A ver usted, hágame el favor de
identificarse” era un hombre con la cara muy ancha y el pelo aceitoso bajo
el gorrillo cuartelero. Yo puesto en pie saqué la cartera y le enseñé mi
cédula de identidad. El tipo apestaba a vino y llevaba apretado bajo el
sobaco un fusil máuser como el que lleva una regla de carpintero. Estuvo
un rato escudriñando la cartulina como si quisiera fijar en su cabeza los
datos de mi documento para después pasárselo a otro de sus compañeros:
“Mira a ver tú Braulio que sabes leer”
El tal Braulio era un muchacho largo y flaquito que vestía una cazadora de
cuello alto con muchas cremalleras y una gorra de tranviario como prenda
de autoridad, llevaba un pistolón al cinto que era una reliquia de museo y
tenía la mirada del que parece siempre a punto de echarse a reír. —José
Pascual...—leyó sonriente mi nombre—...oficial de notarías ¿es éste?— le
preguntó a un tercero que llevaba un brazalete del sindicato y una escopeta
de caza. El de la escopeta dijo que sí que era yo y señalando un reservado
al fondo del local dijo que teníamos que “dialogar” un momento. Lo de
“dialogar” lo enfatizó muy castizo con un punto de rechifla. De camino al
reservado con los milicianos vi fugaz mi reflejo en el espejo biselado, tras
la barra, y parecía que estaba viendo la imagen de un desconocido con la
expresión incrédula de quien va a ser fulminado por la fatalidad de un
instante. El público de la taberna se apartaba a nuestro paso como lo haría
ante un tren de mercancías. Aquella expresión mía en el espejo me pareció
cómica, aún en la tensión del momento.
—A ver, a ti te he visto yo el año pasado en el teatro Español en un mitin
fascista, no se me olvida nunca una cara —Me espetó el del brazalete
aflojándose el correaje mientras nos sentábamos. —Vaya, pues a ver cómo
explica eso el señor oficial de notarías —sonrió el muchacho flacucho
siguiendo con la rechifla. Contrariar en una situación semejante, durante
aquellos primeros meses de la guerra a gente tan peligrosa como esta,
negando su acusación, habría sido una descortesía que hubiera acabado
probablemente para mí con una excursión sin retorno a la tapia del
cementerio; Afirmarla sin más también.
La radio del local alternaba pasodobles con partes de guerra y yo no podía
permitirme dudar ni un instante. «Sí», dije «es verdad» porque era verdad
que yo había estado en un mitin fascista en el Español unos meses antes
del 18 de julio y porque mentir y negarlo podría herir la sensibilidad y el
orgullo de buen fisonomista del miliciano de la escopeta.
Las cunetas del extrarradio estaban por aquel entonces llenas de cadáveres
de tipos que se asustaron y vacilaron en sus respuestas ante aquellas
patrullas de pistoleros autoinvestidos de autoridad policial. Tipos que
dudaron un momento y apenas pudieron tartamudear, muertos de miedo,
una respuesta inteligible y coherente, por más que estuvieran al margen de
cualquier vínculo político.
—Sí — repetí con seguridad —Pero solo por acompañar a mi jefe Don
Emilio Ortigosa, el señor notario, que en paz descanse—. El analfabeto de
la cara ancha me miraba a través del fondo del vaso de vino que se
apresuraron a servirle sin mediar palabra y que se descargó en el gaznate
de una sentada —En ese tiempo estaba yo a la espera de un ascenso y una
tarde a la salida del trabajo me invitó el jefe a ese acto y comprenderán
ustedes que en esa situación no quería yo desairarle con una negativa
—Claro...si aquí todos los señoritos como tú nada más que han sido
fascistas los jueves por la tarde y por agradar —Dijo mi acusador
fingiendo una gravedad en su rostro que afilaba su sarcasmo tornándolo
más incisivo aún
—Usted mismo si me reconoce de aquel mitin es que necesariamente
estaba allí y bien a las claras se nota que no es usted ningún fascista —
repliqué arrepentido al instante por lo suicida de mi actitud —.
El miliciano pateó el suelo indignado y aporreó la mesa con la escopeta —
¡Yo estaba allí comisionado por el servicio de información del sindicato
malnacido! y tu eres un carca de mierda y un señorito de oficinas y ahora
mismo te vienes a dar una vuelta con nosotros —el tipo me arrastraba ya
del brazo hacia la salida del local, en la radio no sonaban ahora ni
pasodobles ni nada, la taberna estaba ya vacía de parroquianos que se
habían ido largando discretamente. Sólo quedaban los camareros, con un
semblante como de quien mira llover en la tarde. —¡Un momento! —grité
decidido a no caer aún en el pánico —tengo quien puede responder por mí
—¡llamen ustedes a Jesús Lasarte!...¡el diputado de Izquierda
Republicana! él les dirá que yo no soy ningún faccioso— era mi última
carta. Lasarte me debía algunos favores por las muchas horas que le
dediqué a documentar sus derechos a la herencia familiar que litigaba —
¿Jesús Lasarte?, Ese no puede responder ni por sí mismo ¡ese es un
señorito de izquierdas y una rata de salón! —Proclamó el de la escopeta
que tenía siempre respuesta para todo—. Estábamos detenidos en medio
del bar frente al espejo biselado y yo, ya me había dado permiso para
entrar en estado de pánico cuando el muchacho alto de la pistola al cinto
tomó a su compañero por el hombro e hizo un aparte con él. Me quedé
bajo la custodia del tipo del máuser que estaba ya casi ausente de todo,
tambaleándose a causa del vino y del sueño atrasado tras muchas noches
de vigilia.
Mientras tanto yo no podía dejar de pensar que iba a acabar acribillado en
alguna carretera solitaria de las afueras, o torturado en alguna de las checas
de Madrid en el mejor de los casos, y todo por acompañar a mi jefe a un
mitin que no me interesaba lo más mínimo y del que no recordaba ni una
sola una frase. De aquel mitín recordaba, eso sí, la estampa de los
oradores, en su mayoría muchachos de buena familia jugando a la
revolución de derechas. Universitarios de oratoria grandilocuente
contemplando al auditorio con los brazos en jarra, remedando
ridículamente la gestualidad de por sí ya patética de los jerarcas de la Italia
fascista.
Recobré la esperanza para mi situación cuando vi cómo aquel individuo al
que yo le habría parecido mejor muerto salía con aspavientos del lugar,
expresando con ira su frustración en frases mal articuladas. El muchacho
flaquito se me acercó sonriente calándose su gorra de tranviario y me dijo:
—Hoy es tu día de suerte señorito de oficinas, me has caído simpático y no
me da la gana de que el chivato este se te lleve por delante—. Ya en la
calle apareció un Hispano Suiza con las iniciales del sindicato pintadas a
brochazos, los milicianos saltaron a los estribos del vehículo que aceleró
con estrépito para enfilar la avenida y perderse de vista. Lo último que vi
fue la sonrisa del muchacho, agarrado sobre el estribo, alejándose para
siempre. Todo acabó tan rápido como había empezado poco antes.
Poco después de acabar la guerra me encontraba sentado en una sala de
espera del ministerio de Justicia de la España triunfante. Esperaba una
entrevista con el jefe de personal de la secretaría. Aspiraba entonces a
conseguir una de las plazas que se ofertaban para oficial de negociado. Mi
situación económica como la de tantos tras la guerra era ruinosa y mi
esperanza de conseguir alguna de aquellas plazas casi nula. Era ya el
único candidato que quedaba por ser entrevistado. Me acerqué a
contemplar el retrato de Ramiro Ledesma que dominaba aquella sala de
espera, cuya moqueta había conocido mejores tiempos. Entonces salió a
recibirme el jefe de personal, probablemente para declarar ya inútil la
entrevista al haber asignado las plazas a candidatos con expedientes más
idóneos que el mío. Entonces advirtiendo mi interés en aquel retrato me
preguntó— ¿le conoció usted?—Sí —contesté con rapidez— le escuché
hablar en el mitin de mayo del 36, en el teatro Español.
—Pero ¿cómo? ¿estuvo usted en aquel acto?
—Sí señor —respondí—tuve ese honor.
—Yo también estaba en el auditorio, fue el último gran discurso de Ramiro
Ledesma antes de la guerra, recuerdo casi palabra por palabra, cómo
hablaba aquel hombre” exclamó el jefe de personal casi arrebatado en la
evocación de una jornada mítica para él. —No puedo estar más de acuerdo
— mentí —No he conocido mejor orador en toda mi vida—
Lo cierto es que en aquel momento hubiera dado un brazo por recordar
siquiera una frase de aquel discurso. Pero no recordaba absolutamente
nada. —Pues sí—dije —recuerdo que transmitía yo tanto entusiasmo
cuando le pedí permiso a mi jefe para salir un poco antes la tarde del mitin
que él, estimulado por mis expectativas ante aquel evento, se ofreció para
acudir conmigo. —Por favor pase usted a mi despacho —dijo extremando
la cortesía el jefe de personal, —creo que aún queda una plaza de jefe de
oficinas y tenemos mucho de que hablar … pero dígame ¿recuerda usted
aquella anécdota qué contó Ramiro Ledesma en su discurso sobre su
experiencia como abogado en un pueblecito de Castilla?, ¿No le pareció
deliciosa? Deliciosa dije, no podría olvidar aquel mitin ni aunque viviera
mil años.