viernes, 16 de enero de 2009

JOSÉ MARÍA Y GEORGE. 1ª parte


La primera vez que José María Aznar fue a reunirse en privado con George W. Bush estaba muy nervioso. No era la primera vez que se veían pues ya habían coincidido en eventos internacionales pero todo había quedado en una presentación formal y unas breves palabras de cortesía. Habían acordado reunirse cuando sus agendas lo permitieran (es decir cuando Bush lo decidiese) y charlar en profundidad y sin apreturas de tiempo. Todo parecía augurar una buena relación pues la sintonía política entre ambos era evidente y Aznar siempre había admirado a la clase política norteamericana y particularmente a los republicanos y a su franqueza ruda y viril.

Aquella mañana José Maria era conducido a la Casa Blanca en un magnífico Cadillac DTS y mientras el imponente vehículo pasaba junto al parque Lafayette y sus majestuosos robles el presidente español repasaba mentalmente las frases aprendidas en inglés para agradecer calurosamente a Bush la oportunidad de poder entrevistarse con él nada menos que en la Casa Blanca, la mítica morada de los emperadores USA.
Aznar comtempló la estatua ecuestre erigida en honor del presidente Andrew Jackson mientras no cesaba de repetirse que aquello no era un sueño y que efectivamente él estaba a punto de ser recibido por el hombre más poderoso del planeta en la mansión presidencial más célebre de toda la historia. Volvió la cabeza de nuevo hacia la estatua del presidente Jackson y no pudo evitar pensar por un momento que si los españoles fueran tan agradecidos hacia la labor de sus grandes hombres como lo eran los americanos él acabaría por tener también su propia estatua ecuestre. Le gustaría ser representado mirando hacia el horizonte con semblante firme pero sereno, con su brazo derecho levantado y señalando con su dedo índice hacia un porvenir grandioso, subido a lomos de un hermoso corcel erguido en relincho sobre sus patas traseras.

Tuvo entonces que hacer una llamada a su disciplina interna y dió un manotazo al aire como queriendo ahuyentar de su mente tales pensamientos para volver a concentrarse en las fórmulas de rigor que trabajosamente había logrado memorizar en un inglés que trataba de imitar el acento americano. Aznar llevaba preparada también la mejor de sus sonrisas. No una sonrisa de circunstancias ni mecánica o glacial como a menudo se veía forzado a dibujar en su expresión ante los periodistas españoles. Tampoco una sonrisa desdeñosa ni cínica que debía mostrar ante otros dirigentes internacionales a los que despreciaba o tenía por inferiores como la que ponía cuando estrechaba sin convicción la mano de Fidel Castro. Tampoco sería esta una sonrisa tímida o protocolaria sino muy al contrario una sonrisa nacida del entusiasmo y la cordialidad una sonrisa que debía ser un mensaje, una invocación, una promesa de amistad verdadera y eterna.

Cuando el coche se detúvo ante el primer control de seguridad del recinto presidencial el cosquilleo que sentía en su interior aumentó y hubo de frotarse las manos que sentía heladas, pues no quería por nada del mundo que George tuviera una sensación física de frialdad al apretar su mano.
El coche hubo de detenerse aún un par de veces más antes de enfilar el tramo final hacia la escalinata que daba a la entrada de acceso al interior de aquel edificio de ensueño. Aznar esperó con calma aparente todas las comprobaciones a las que le sometió el metódico y diligente equipo de seguridad aunque en su interior todo aquello le resultaba molesto y sólo contribuía a aumentar más la ansiedad que sentía. De pronto cuando el coche ya por fin tuvo franco el paso y avanzaba lentamente consumiendo los escasos metros que le separaban de la escalinata sintió un vuelco en el corazón, pues el embajador de España en Estados Unidos que iba sentado junto a él y al que el presidente apenas había dedicado atención durante el trayecto le hizo ver que Bush le esperaba sonriente sobre el rellano de la magnífica escalinata de mármol.

Sí, no podía creerlo pero el embajador se lo confirmaba complacido, era él, el presidente de los Estados Unidos que lo había invitado a charlar con él en la Casa Blanca, en la que aún no había querido recibir a algunos dirigentes de países que se situaban por delante de España por su peso en la escena internacional. Ese hombre había tenido el gesto generoso y magnífico de esperarle a él en la entrada por la que los mandatarios extranjeros eran recibidos en la Casa Blanca. Generalmente por el secretario de Estado o algún otro alto funcionario. Pero que fuera el mismísimo presidente el que recibiera al visitante sobre la escalinata y no en el interior del edificio, eso era un privilegio reservado a unos pocos y él era uno de esos elegidos. Las perspectivas no podían ser mejores.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encuentro un imaginativo relato de lo que fué un encuentro político que no sé a quien poder atribuirselo,pero curioso al fin, porque describe la humanidad de una persona como es Aznar a quien no se cansan de atribuirle los más espantosos calificativos, haciéndonos creer que él es un monstruo inhumano responsable de los males del planeta.
Bajemonos de las nubes de la propaganda y miremos de manera más humana y objetiva a las personas que nos rodean.