miércoles, 25 de marzo de 2009

LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Entre sus pilares de reciedumbre inexpugnable, en sus capillas añejas, entre los cientos de figuras marmóreas que yacen en sus lechos de piedra, entre aquellos aromáticos olores de consagración y santos óleos, bajo el remedo celestial de sus bóvedas magníficas y alrededor de su legión de mártires y santos petrificados un aire inconmovible e inerte inunda cada poro, cada hendidura cada hueco y hornacina, cada pedestal y cada cáliz. Se introduce en la trama del tejido de cada sayal, de cada mitra, de toda enseña vaticana, sobre los dorados atriles aquilinos y entre las hojas polvorientas de sus sagrados testamentos milenarios, y lo portan siempre sus estandartes de telas en un tiempo lustrosas y ahora heridas por la consunción del tiempo que lo encharca todo con un vaho de color pardo y amarillento.

Un aire inconmovible e inerte que lo llena todo de un solemne y callado vacío. Un aire muerto es el que respiran las estatuas colosales en este gigantesco panteón de divinidades cristianas. Pues qué son los santos sino dioses menores. Un aire viciado y primigenio que se posa sobre los semblantes extasiados de sus venerables profetas tallados en mármol. Sobre los ejércitos seráficos que se adornan con sus cándidas alas. Sobre los visionarios ascéticos que alcanzaron el cielo en la tierra y que fueron retratados para la posteridad en el sublime momento de su comunicación con el ser divino. El mismo aire que se apr¡eta contra los rostros severos en la efigie de los papas que gobernaron la embajada de Dios en la tierra a lo largo de su historia, el aire que se enrosca en sus brazos alzados en un gesto conminatorio y amenazante, en una orden imperiosa, en un mandato ineludible que ordena acatar la fe o perecer cubierto de llagas bajo la maldición divina.

El mismo aire antiguo que lo llena todo de vacío anida bajo el paramento de sus arcos, bajo sus dinteles, en sus arbotantes lejanos, entre sus galerías enormes y en los largos pasillos construidos para albergar a cíclopes y titanes, pero no a hombres. Todo ese aire viciado constituye la atmósfera natural de un lugar concebido para emular los espacios divinos en las mentes estrechas que aman el colosalismo como expresión sagrada y espiritual. Un aire viciado en el que sólo pueden sobrevivir los titanes de mármol que se alzan amenazantes sobre los pobres humanos que penetran asombrados en este reino de silencio atronador, en este pudridero de vanidades, del narcisismo y la fatuidad de aquellos viejos papas soberbios y banales que levantaron este lugar para su homenaje y exaltación eternos y en el que los picos de cuervo de sus tiaras lucen sus bordados de hilo dorado en la suntuosidad de quienes se llamaron así mismos Papas, Obispos y Reyes.

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